Durante mis años de adolescencia y casi hasta que empecé la universidad, la ciencia ficción –en películas, en videojuegos, en las estanterías de las pocas tiendas de cómics que había en mi provincia– era un género que me abrumaba y me atraía a partes iguales, aunque por aquel entonces no sabía la razón. Se me antojaba un círculo demasiado distinguido para mí y temía iniciarme en él, no fuera a ser que no diera la talla (¿y si en una reunión informal me preguntaban qué raza era la mejor, la vulcana o la klingon, no sabía responder y me repudiaban de por vida?). Por fortuna, cambié de opinión al ocurrir dos sucesos de mi vida de forma casi simultánea: toparme con una comunidad feminista online que me ayudó a reprogramarme el cerebro y desaprender ingente porquería patriarcal, y ver La amenaza fantasma por primera vez a los 18 ante la insistencia de un amigo.

Necesito tu ropa, tus botas y que analices tu estatus como individuo privilegiado de la sociedad.
Si bien hoy en día no accedería a ver La amenaza fantasma sin previa promesa de compensación, en aquel momento supuso todo un descubrimiento. Me habían dado un pase para un selecto club nerd, nada más y nada menos que para el club de fans de la saga de ciencia ficción más famosa del mundo; y no solo me gustaba, sino que me sentía cómoda formando parte de él. Mi radar feminista, y aquí os podéis imaginar un visor con escáner como el de Terminator, me informó de dos cosas: la primera, que los episodios IV, V y VI de la saga lucasiana suspendían el test de Bechdel y el resto de episodios lo aprobaban por los pelos; y la segunda, estrechamente relacionada con la primera, que la razón por la que la ciencia ficción siempre me había parecido tan inaccesible era porque había aprendido a percibirla como un espacio exclusivamente masculino. Podía ser fan siendo mujer, pero desde la escasez de personajes femeninos tridimensionales y la exaltación de valores “viriles” tradicionales incluso en tramas futuristas (la fuerza y violencia físicas, la dominación de personas y situaciones) hasta la objetificación sexual rutinaria y la reproducción de arquetipos misóginos en la ficción, el mensaje era claro: nunca pertenecería al club ni me vería representada de la misma forma que sus componentes masculinos, y ya podía darme con un canto en los dientes por tener a Leia, a Ripley y a la teniente Uhura. Más adelante aprendería que esta falta de representación iba mucho más allá: no solo se daba en el ámbito del género, sino también en el de la raza, la orientación sexual, la clase, la edad, la diversidad funcional… y que todos los personajes principales de mis series y videojuegos favoritos eran casi idénticos, lo que se conoce como el fenómeno del “generic brown-haired guy with a stubble”.

Aunque muy avanzada para su tiempo, la serie original de Star Trek recurría continuamente a estereotipos misóginos y racistas.
Sin embargo, y a pesar de la pugna continua por parte de la minoría dominante masculina, blanca/occidental y (cis)heterosexual de monopolizar esta y otras manifestaciones de la cultura popular para que solo se ajuste a su perspectiva e intereses, históricamente el género de ciencia ficción ha servido de campo de experimentación donde autorxs de características muy diversas que escapan al molde de lo establecido han podido dar rienda suelta a su creatividad. Por ejemplo, se estima que las primeras novelas que sentaron las bases de la ciencia ficción utópica –al menos en Occidente– tuvieron autoría femenina: The Blazing World, escrita por la aristócrata inglesa Margaret Cavendish en 1666, relata las aventuras de una chica que se convierte en emperatriz de un mundo habitado por animales parlantes; y Millennium Hall (1762), de Sarah Scott, describe una idílica comunidad matriarcal y autogestionada en la que el matrimonio entre mujeres es la norma. Y por supuesto, está el Frankenstein de Mary Shelley, que muchxs citan como la primera novela de ciencia ficción de la historia y que está inspirado en elementos de distintos folclores como el de la Antigua Grecia (Prometeo) y la tradición judía (el Golem). Más recientemente, numerosas autoras contemporáneas han explorado en sus obras temas tan diversos como la desaparición del género como categoría social (La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula Le Guin), distopías sobre dictaduras teocrático-militares (El cuento de la criada, de Margaret Atwood) e incluso colonialismo y derechos indígenas (The Moons of Palmares, de Zainab Amadahy).

Wild Seed, de Octavia Butler, se considera uno de los mayores referentes del género del afrofuturismo.
Así, echando un rápido vistazo a la historia de la ciencia ficción, vemos que la forma en que esta se “empaqueta” y comercializa invisibiliza su importantísimo papel como herramienta de cambio, ya que en muchas ocasiones estas obras reflejan el descontento de los colectivos más oprimidos de la historia en forma de utopías/distopías o ficción especulativa. Esto no ocurre por casualidad, sino que forma parte de una estrategia para proteger el statu quo que se repite a muchos niveles de la sociedad: si la audiencia considera normal que la producción de obras de ficción esté prácticamente dominada por hombres blancos y heterosexuales –no solo a nivel de autoría, sino en cuanto a personajes/perspectivas–, los puntos de vista del grupo dominante se convierten en el único estándar aceptable. Reciclando tópicos y estereotipos opresivos y transfiriéndolos a un marco pseudofuturista transmitimos el mensaje de que las bases de la sociedad que conocemos, por defectuoso que sea su funcionamiento, son inmutables.
Este mensaje es más peligroso de lo que parece, ya que la mayor cualidad de la ciencia ficción es su capacidad para permitirnos especular y, en las manos adecuadas, para hacer un mejor futuro posible solo dándonos las herramientas para imaginarlo.
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